INVESTIGACIÓN


PLIEGUE

Llevamos varios días discutiendo acerca de cuál es el tema de la obra. 
Hasta ahora hemos realizado un recorrido que comenzó con la identidad extranjera. Nuestra propia situación de extranjeros nos llevó a eso. Nos hemos hecho preguntas simples: ¿cómo nos sentimos al respecto? ¿cómo experimentamos esta condición? ¿nos afecta? ¿condiciona nuestra conducta?


En el ejercicio de responder y visualizar respuestas hemos ido construyendo un espacio intermedio al que hemos llamado "pliegue". Se definiría por ser un espacio "entre". La condición de extranjeros supone la creación de un territorio personal que se compone de cosas de allá y de acá, que de muchas maneras han sido seleccionadas. Esta supuesta libertad de selección, que no es en todos los casos -más bien en los minoritarios- está relacionado con las inclinaciones de las que habla Pardo para definir intimidad. 


La parte del pliegue que nos interesa es la íntima. 

INTIMIDAD

(Lo inefable)
José Luís Pardo, filósofo español contemporáneo, en su libro titulado La intimidad (1996), explica que identidad es tenerse a sí mismo y que por ello se es alguien y no más bien nadie. Que esta no es privada como todos pensamos, si no que pública, por lo tanto, no tiene que ver con esa idea de esencia y naturaleza, sino con la de construcción.



A la identidad como construcción pública y social se le opone la intimidad como aquella dimensión que nos impide ser idénticos. Pardo dice, “tener intimidad es no poder identificarse con nada ni con nadie, y no poder ser identificado por nada ni por nadie, perturbar la identidad pública con el íntimo temblor de la falsificación o sentir la intimidad propia turbada y avergonzada por la pretensión social de identidad. Identidad es ser idéntico, poseer un estándar de semejante fruto de la elaboración social de sujetos identificados y estratificados socialmente.” (Pardo 1996: 47).

Considerar la intimidad como reverso de la identidad, cuestiona la idea de que poseemos un sustrato estable e inmodificable que debemos buscar y encontrar en lo más profundo de nuestra naturaleza. “El hombre se sostiene a sí mismo, camina erguido, tensado. Y en ello no radica su fuerza sino más bien su debilidad, su necesidad de hacer esfuerzos“(Pardo 1996: 40). Por contrario que parezca, tenerse a sí mismo es no ser alguien, es no tener identidad o todo aquello que pueda ser identificado y clasificado. No es tener otro yo secreto y oculto en el interior de mí mismo, es más bien no tener nada como forma de ser yo. La referencia a sí mismo no es un territorio firme y recto sobre el que sostenerse, es lo contrario, es estar apoyado en falso, tener un doblez y estar a punto de precipitarse al vacío. La verdad de la intimidad es la falsedad de la identidad, es tenerse pero no ser uno mismo, no ser idéntico a uno mismo. La desviación, la inclinación y, en suma, la intimidad es la referencia primera con respecto a la cual se determina la “identidad” (relativa) del sujeto. “En una formulación aún más fuerte: toda identidad está falsificada porque, si el ser del sujeto es curvo, es imposible trazar en él líneas rectas.” (Pardo 1996: 51)

El sabor de la intimidad proviene de una de las preguntas más recurrentes sobre el sí mismo, de la falta de fundamento de la propia existencia, del ¿quién soy? en su inagotable búsqueda de sentido. El ¿quién soy? es la opacidad que habita en la propia mirada y en la mirada de los demás y no la suma de preferencias particulares que determinan más bien una identidad privada. Consiste, como afirma Pardo, en su condición de posibilidad, en la capacidad de estar inclinado. La vida se experimenta propia a través de las inclinaciones –cuáles sean estas-, a través de la animalidad específicamente humana de estar inclinado a la muerte y saberlo. Lo que encubre la intimidad, el saberse mortal, es toda impresión de solidez y de estabilidad como la que proviene de nuestros documentos públicos, que determinan la identidad civil y las señas de identidad social. En el doblez o pliegue que se encuentra entre la fragilidad y la estabilidad se halla la verdadera identidad. Pardo concluye afirmando: “presentarme como idéntico a mí mismo, sin debilidades, sin fisuras ni flaquezas, sin temores ni temblores falsea la verdad de mi vida […] falsifica su fragilidad con la apariencia de firmeza” (Pardo 1996: 47).

Así mismo, el Yo de la primera persona (Yo pienso) es el sujeto que somos todos y por ello nadie, a un mismo tiempo porque excluye las particularidades de las que estamos hechos. Es un Yo transeúnte que pasa a espaldas de uno mismo. El mundo en que habitamos, aquel que sirve de medio para ser y estar no pertenece al ámbito de lo íntimo. Solo con una cosa tenemos relación íntima: esta cosa es nuestra vida. Pero si nuestra vida llega a transformarse en imagen deja de ser íntima.

Está muy extendida la creencia de que únicamente a solas podemos ser lo que genuinamente somos. Si esta afirmación fuera cierta nuestra relación con los demás estaría caracterizada por una grado más o menos importante de falsedad; toda la vida social o pública estaría apoyada sobre la mentira y la hipocresía, ya que su condición sería justamente que cada uno falsee su ser, que nadie se muestre a los otros tal y como es, en su simpleza idiota. La intimidad sería, entonces, aquello que está prohibido revelar a los otros (140). Pero no es así, la intimidad no es un concepto o una historia. La intimidad está “en”, en el doblez de la identidad, en la caída de un gesto, en la pérdida de la contención, en el fugaz instante de una renuncia. Ese “en” es un pliegue, un territorio difuso que no puede ser clarificado porque desde el momento que se habla o se muestra deja de ser íntimo.

De ahí que por el contrario de la identidad, el lenguaje hablado sea impotente a lo íntimo.  Nuestro lenguaje nos hace iguales entre los hombres y diferentes de los animales.  Nacemos en el lenguaje y esa es la premisa de lo común, de la identidad “pensamos porque hablamos”. Pero mucho antes de hablar, oímos, y sólo llegamos a hablar porque oímos y porque, de entre todas esas voces que nos cercan, distinguimos una que nos interpela, que se dirige exactamente a nosotros y que nos exige una respuesta: ¿Quién eres? Y la respuesta es “Yo”. Es necesario oír para aprender a hablar, pero no es suficiente. Solo habla auténticamente quién, además de oír a otros, es capaz de oírse a sí mismo (hablar).

La intimidad no puede ser contada, no pertenece a la historia porque las huellas que la conciencia señala y la memoria retiene y conserva son siempre fragmentarias, pedazos arrancados de la vida. La vida es precisamente aquello que no es nuestro. Lo suyo, lo mío, lo nuestro es sólo lo muerto, sólo la muerte. Por eso suele suceder que, cuando alguien pretende contar su vida –lo que ha podido retener en su conciencia, su propiedad privada, sus pecados y virtudes, sus pérdidas y ganancias- sólo consigue contar su muerte, sus muchas muertes y sus muchos muertos, hacer la contabilidad de sus cadáveres. Lo que hay de vivo en la vida está en ella precisamente en el modo de no estar, bajo la especie de lo que se nos hurta, de lo que justamente no poseemos. Y eso es justamente la intimidad, todo aquello que no se puede apropiar, lo que no es noticia, lo que no se puede narrar, lo que no es común a todos.

Mi amigo Alberto Lago, en un encuentro con creadores dijo lo siguiente: yo creo en la imposibilidad de ser singular y estar en grupo al mismo tiempo […]. Creo que eso está relacionado con los cuerpo de los hombres y las mujeres, con los deseos suspendidos o intransitivos o esos que son un fin en si mismo. Este deseo que tenemos de ser uno con otro es lo que siempre nos lleva al fracaso. Estamos juntos y somos diferentes o solo podemos estar juntos y en colectivo si conocemos que fracasamos a la hora de llegar al otro, es decir, si reconocemos que nuestro deseo lo tenemos que suspender para relacionarnos con el otro porque nuestro deseo lo puede colonizar y violentar. Ahora que lo vuelvo a leer entiendo que se refiere a uno de los tantos desplazamientos que experimentamos entre la intimidad y la identidad. 





IDENTIDAD
(Desorganizando el territorio)


Aunque el problema de la identidad ha sido tratado por las ciencias sociales, la psicología y la filosofía en innumerables ocasiones, al día de hoy no deja de ser un asunto irresoluble. La mayoría de las personas del mundo, incluidas aquellas que nunca han dejado su patria natal, deben resolver el mismo problema, el de la consistencia y continuidad de su identidad a través del tiempo.




La identidad es una construcción que siempre está ajustándose a los contextos y realidades, a las necesidades y deseos. También es una construcción política que responde a las demandas del Estado/Nación/Territorio. Es el factor negociante que regula y hace posible el encuentro entre nuestro adentro con el afuera. En el ámbito privado, otra serie de aspectos definen la identidad individual cuyo sustrato se localiza en la relación entre memoria y presente. Ambas identidades, la común y la individual, coexisten en todos los sujetos.


Parte de su complejidad radica en que, a lo largo de su desarrollo como noción, ha existido una tensión entre dos sentidos opuestos entre sí, lo inmóvil[1] y lo mutable[2]. Por una parte se vincula con realidades esenciales e inalterables y por otra con la transformación de las esencias y el cambio. A esta coexistencia hay que agregar un tercer aspecto que ha venido a sumarse en la actualidad, su cualidad relacional: la identidad se crea en la experiencia con los otros (Bauman, 2006:167). En efecto, no hay identidad sin alteridad, es decir, en la relación con el otro. Su paradoja podría resumirse así: lo que hay de único es lo que hay de compartido.

Tras la búsqueda de una definición única, la filosofía creó axiomas en base a estos dos principios.
Aristóteles (Grecia 384 - 322 a. C.) elaboró uno de los razonamientos que será determinante en la construcción de la noción de identidad, el principio de no contradicción. Aristóteles dice: "nada puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido”.

René Descartes (Francia 1596 -1650) padre de la filosofía moderna, en El Discurso del Método (1637), realizó una síntesis de orientación científica sobre identidad, formulando que el hombre es porque piensa. La conocida locución latina “cogito ergo sum” (“pienso luego existo”- “je pense, donc je suis”) determinaba que la identidad del hombre era su raciocinio expresado a través del lenguaje.

Gottfried Leibniz (Leipzig 1646 - 1716) en sus Nuevos Ensayos (1765), afirmó que la identidad era innata, que se hallaba en el alma humana ser en el mismo sentido, sin necesidad de haber sido aprendido. La Identidad de los indiscernibles expresa:
1.      Si dos objetos a y b comparten todas sus propiedades, entonces a y b son idénticos, es decir, son el mismo objeto.
2.      Si dos objetos a y b comparten todas sus propiedades cualitativas, entonces a y b son idénticos.
3.      Si dos objetos a y b comparten todas sus propiedades cualitativas no relacionales, entonces a y b son idénticos.

Friedrich Hegel, (Alemania 1770  1831) en Ciencia de la lógica (1812-1816) expresó que la identidad era “A = A: la identidad no es evidente en sí, es afirmada”. La segunda A está afuera de la primera, es decir, contiene dentro de sí la diferencia y es una construcción y no algo innato.

Ludwig Wittgenstein (Austria 1889 - 1951) problematizó el principio de identidad afirmando que «A implica no-A».  Es decir, que para todo A debe haber también algo que es no-A.

Martin Heidegger (Alemania 1889 - 1976) en Identidad y Diferencia plantea la siguiente idea:
A=A: igualdad (verdad suprema).
Pero tal afirmación no quiere decir que A es lo mismo que A.
Sino que: “A es él mismo lo mismo”.
En la mismidad yace la relación del “con” como vinculación y síntesis.
“Cada A mismo es consigo mismo lo mismo”.
En consecuencia, la identidad es relación, mediación, quietud y movimiento.

Lo cierto es que como sujetos, individual y socialmente, experimentamos una serie de tensiones que provienen de la enorme dificultad que tenemos de recoger en su totalidad nuestro ser y sus innumerables interrelaciones con los otros y con el contexto. Nos percibimos fragmentados, pero nos reconocemos iguales o idénticos gracias al lenguaje que nos proporciona un reflejo, un punto de referencia que comienza en la afirmación  “no soy tú” y termina con “soy yo”.

El filósofo italiano Giorgio Agamben (Roma 1942-) en La comunidad que viene (1996) plantea que lo que vale en la identidad del ser son las singularidades cualesquiera sean estas: el ser es tal cual es. Pero el lenguaje al que pertenecemos genera pertenencia y “la palabra transforma la singularidad en miembro de una clase cuyo sentido define la propiedad común (la condición de pertenencia)” (Agamben, 2006:15). El lenguaje es la clase de todas las clases, el conjunto al que todos pertenecemos y en el cual no nos desenvolvemos con singularidad. Solo en el ámbito del silencio podemos comenzar a vislumbrar lo propio de cada cual.

Zygmunt Bauman (Polonia 1925- ) añade un aspecto clave de la identidad, la noción de extranjería; “¿se puede dejar de ser un recién llegado una vez que lo eres?” (Bauman 2007: 27). La pregunta lleva implícito el desplazamiento desde un territorio que supone una alteración en la base de las costumbres sociales del individuo desarrolladas en la experiencia de pertenencia (lenguaje), y, una adecuación a una nueva comunidad de ideas y costumbres. Esta condición móvil comprueba que la identidad no es una garantía de por vida, que es eminentemente negociable y revocable.

Se quiera o no, siempre adquirimos un nuevo status que viene a sumarse al que poseíamos en el “hábitat natural”, porque en la realidad no encajamos cien por cien “en” y debido a ello experimentamos el estar siempre “fuera de”. El dilema de poseer varias identidades con las que simultáneamente se tiene que negociar es algo común en la modernidad. Ser mujer, americana y filósofa, como el ejemplo que utiliza Bauman citando a su colega Agnes Heller (Bauman 2007: 35), obliga a elaborar constantes explicaciones que ayuden en la ardua tarea de constituirse en una identidad única y aprehensible por el resto de la comunidad. “La identidad se nos revela sólo como algo que hay que inventar en lugar de descubrir;” (Bauman 2007: 40).

Por otra parte, la Nación-Estado encargada de regular lo social, convirtió el nacimiento en el fundamento de su propia soberanía. De esta forma el nacer en un país se transforma inmediatamente en nacionalidad, que a su vez deriva a identidad nacional, que en concreto no se gesta en la experiencia humana de manera natural, sino como un artificio que eleva las ideas preestablecidas de país a una realidad obligatoria que legitime su petición de subordinación incondicional. La identidad nacional no se parece a otras identidades porque exige lealtad, fidelidad exclusiva y no reconoce oposición. Aunque uno pudiera o aspirara a ser otro, la identidad nacional no lo permite, ya que es el Estado quien tiene la propiedad de certificar una identidad.

En consecuencia, “el hombre moderno se halla en un estado de creación permanente de sí mismo” (Bauman 2007: 114), por lo que nunca se sabrá completo y terminado. Quizás, siempre se ha tratado de eso.


[1] Parménides (Grecia 530 y el 515 a. C.) afirmó “el ser es, el no ser no es”. Esto se interpreta como aquello que permanece a pesar de los cambios, a su similitud a sí mismo fuera del tiempo, a aquello que permanece idéntico.
[2] Heráclito de Efeso (Grecia 535 a. C. - 484 a. C.) antes que Parménides, determinó en una cosa podía ser y no ser al mismo tiempo, afirmando: “nadie puede bañarse dos veces en el mismo río porque todo fluye”.